miércoles, 12 de septiembre de 2018

Que casualidad.

 
Las puertas han quebrado,
aunque mejor queda decir
que las he atrancado
con más muros de seguridad
por si apareces otra vez
y vuelves a derrumbarme
sin que te tiemble el pulso.

Ya no necesito coger ese avión,
no necesito darme cuenta
que en el último segundo
tú has tomado otra dirección
y sólo has pensado en ti.

Qué casualidad,
que cobarde,
ves arder toda la incertidumbre
y dudas de cosas indefinidas
sin mapa de ruta
y decides
que
es más sencillo tirar la toalla.

Tenía ganas
de seguir intentándolo,
de jugármela
porque ni si quiera yo,
veo claro que día hará mañana
o qué futuro me depara.

Ahora te observo,
sin que puedas tocarme
de esa manera
por la que siempre
te cuelas por mis venas.

Las sombras te han pesado
más que todas nuestras luces de neón.

Los laberintos de mi cabeza
están cesando: me piden que me vaya.

Déjame a mí que ahora huya de ti.
No recordar tu nombre al despertar.
No volver a coger las llaves de la puerta
y esperar dentro de brazos cruzados
para ver como lo vuelves a tirar todo
lo que he construido
desde que te agarraste
a la cuerda conmigo.

Estoy cansada de remar,
de cruzar un río que se resigna
a caer cuando su cuerpo
o sus fuerzas
no responden,
en vez de apoyarse en mí
para evitar adivinar
lo que escapa a su control.

A sentir.
A equivocarse.
A conocerme.

Escucho manos en alto,
que las pueda ver,
de rodillas,
agacha la cabeza.
Y recibo el golpe de realidad.

Suficiente es ya la excesiva lucha
contra lo que escapa
de mi propia voluntad.

Tú.

Como sé que ya no me lees,
es hora de dejarme sangrar
para aliviar todo lo que ya no puedo decir en voz alta.

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