Siempre he sabido que,
si se trata de oveja negra,
aparece mi nombre en el
diccionario.
Aparece lleno de automatizaciones
y expectativas
de las que estoy cansada de asumir
cada día.
Estoy cansada de no poder
equivocarme,
de no gobernar mi vida por mis
decisiones
y mis juicios de moral
(porque siempre querrá opinar
alguien),
de no poder llorar
porque siempre hay preguntas
que no me dejan respirar.
Entre eso y otras cosas,
he decidido rendirme.
He decidido rendirme
porque no quiero envenenarme.
Porque ahora lo único que necesito
es que me pregunten como me
siento,
sí soy feliz y que realice
sucesivas preguntas que se relacionan,
pero que hace mucho que nadie las
hace.
Quiero poder mirar a mi pareja
y poder decirle que todo está
bien,
que no siento esa presión en el
pecho,
que sólo tengo ojos para ese
momento
y no siento esas ganas de irme de
algún lugar
sólo porque no dejo de pensar
en todas las cosas que tengo en mi
cabeza.
Quizás esto me lo escribo a mí,
porque hace mucho que me abandoné,
que no me he dado el valor que me
merezco
y porque se me olvidó querer a la
persona más importante;
a mí.
A la que se mira frente al espejo
y se odia cada día
por tener que haber fingido lo que
no es,
lo que no quiere ser,
lo que no necesita en estos
momentos.
Pero también me admiro,
porque soy tan fuerte de seguir
adelante
que no necesito ninguna medicación
para soportar tanto golpe día tras
día,
ni me he olvidado de sonreír.
Y entonces un día,
empiezas a vivir de nuevo.
Te perdonas,
reinicias,
encuentras paz
entre el ruido de la gente.