domingo, 19 de noviembre de 2017

Indomable.


Me duele,
me duele ver que te cortas las alas
cuando lo que quiero es verte volar como haces siempre.

Conmigo,
a mi lado.

Sonríes, 
y siento que me agarro 
un poco más a la vida que creía perdida.

Tu me la has devuelto.
En cada momento que me dedicas.

Pero no soporto que te golpeen,
una y otra vez,
hasta dejarte caer.

Y yo, 
que no puedo moverme,
no puedo golpear a la maldita realidad que la consume.

La veo morir, 
y me muero 
con toda la tristeza que la habita.

Veo su dolor, 
y lo doblo con otro tequila.

No me pidas que te suelte.

Abro mi pecho,
y le enseño también
todos mis golpes.

No estás sola,
no te dejaré.

Déjame que te enseñe
a golpear más fuerte.

Y no te olvides 
que estaré esperándote 
viendo como sales invicta 
de cualquier batalla.

sábado, 4 de noviembre de 2017

A fuego.



Voy a hacerte el amor
como nunca te lo han hecho.
Despacio.
Deslizándome en ti,
sin prisa,
hasta tocar donde tiembla todo.

Te miro mientras me dejo llevar.
Y tú, callada,
abriéndote sin apurarme,
sin pedirme más,
solo dejando que ocurra.

Te muerdes el labio
y ya quiero correrme,
dentro de ti,
con tu sí temblando
aunque yo diga no.

No puedo pensar con claridad
cuando te veo entregarte así.
Para mí.
Para que me des paso
entre tus pliegues,
y me pidas que me quede
toda la noche.

Y no es que no quiera irme,
es que sé que para abrir tu corazón
hay que tocar con cuidado.
Saber dónde.
Saber cómo.
Para que no quieras
dejar de amarme nunca más.


sábado, 24 de junio de 2017

¿Cuánto tarda un corazón en olvidar a otro?





Los corazones no olvidan. 

Pueden sanar, remendar y lamerse sus propias heridas. Pero no olvidan. A veces, ni siquiera sanan. 

Y es que cuando se abre el corazón a alguien o se le entrega; cuando se ofrece, automáticamente se concede la libertad de que esa persona lo toque y lo cuide, o lo haga añicos. 

Puede que lo toque de forma suave y decidida; quizá tosca, pero no mala, y que lo haga bombear al mismo ritmo que el suyo propio. Quizá lo toquen unas manos inexpertas e indecisas, torpes y vacilantes que muestren dudas sobre cómo y de qué forma envolverlo, con miedo a hacerle daño, o a hacerse daño a sí mismas. O quizá lo toque una mano dura y le haga daño, y lo resquebraje y provoque una retirada con el corazón entre las piernas y el rímel corrido, con las bragas por los tobillos y el orgullo herido. 

Pero no olvidan. Se toque de la forma en que se toque; lo hagan las manos que lo hagan. No olvidan. Lo que hacen, lo que viven, lo que sienten... se queda en ellos y, automáticamente, en nuestro recuerdo. Permanece, y a veces grabado a fuego. No, cariño. No olvidan. Sólo se levantan, sanan y siguen latiendo. O se caen y no vuelven a levantarse nunca. 


Pero no es tu caso. Ni el mío. Quizá en algún momento los retuerzan y les causen daños. Quizá después debamos coser los rotos con aguja e hilo de recuerdos oxidados y una botella de alcohol para que no escueza tanto. Y no lo olvidarán; no lo olvidaremos. Recordaremos como esas manos lo acariciaron y aceleraron su latido con cada suspiro y con cada beso, y con cada sonrisa y con cada impulso de querer hacerse el amor hasta arañarse el alma. Con todo. Y entonces dolerá otra vez, pero nuestro corazón habrá aprendido a lamer sus heridas. Y cicatrizará, y entonces lo recordaremos de nuevo. Pero no con dolor.


No, así no. Nuestros corazones son corazones fuertes.

Texto: De alguien a quién siempre querré.

martes, 23 de mayo de 2017

Herida abierta.



La última noche, ya me estaba despidiendo de ti.
En aquel abrazo, pegado a mi pecho,
te decía adiós sin atreverme a mirarte a los ojos,
como hacen los cobardes.

Mentía como si no tuviera corazón,
como si no me importaras.

Y te besé, justo antes de que la noche se apagara,
una rendición más, entregada solo a ti.

Habría hecho cualquier cosa para no retenerte,
para dejarte ir y verte feliz, aunque fuera sin mí.
Porque cometí el error de jugar con fuego… y quemarte.

No quiero más incendios contigo,
sin antes leer la letra pequeña y entender el riesgo.

No pude dejar pasar los días mientras te consumías,
mientras te apagabas poco a poco.

Ya lo decía Andrés:
“Yo estaré sin ti,
tú estarás mejor.”

A mí todavía me quedan dudas que van y vienen,
una cicatriz que duele,
una guitarra callada,
y letras que aún debo coserme al pecho.

Prometí cuidarte,
pero no quieras saber de mí ahora.

Si llueve,
apareceré con mi paraguas de emergencia,
aunque tú no lo pidas.

Si algún día me preguntan por mis vicios,
les hablaré de ti…
y de cómo sigo escribiéndote.



jueves, 4 de mayo de 2017

Vulnerables.





No recuerdas nada. Ni siquiera cómo llegaste hasta aquí.

No sabes cuántos días ni noches han pasado, ni cuántas personas han rodado sobre tu cama.
No sabes cuántos besos has desperdiciado, ni cuántas mentiras has soltado y a quién. Esa es la cuestión.

Solo sabes que te sientes culpable por no poder parar.
Porque en ese descontrol evitas enfrentar el dolor que llevas escondido en el pecho.

No preguntas nombres ni detalles, porque sabes que no las volverás a ver.
Una tras otra… “¿me llamarás?”
¿Cuántas veces has dicho eso?
¿Cuántas veces has respondido “claro, no lo dudes”?

Mientes. Siempre mientes.

No quieres sentir, no quieres enamorarte.
Te niegas a ti mismo la posibilidad de volver a caer.

Supongo que no puedes permitírtelo.

Porque tener corazón nos hace vulnerables.

martes, 11 de abril de 2017

No saben de ti.



Aprendí que no todo tiene por qué tener un final degradante o desagradable. Siempre detesté los finales por el mero hecho de que me dejaban en un estado del que siempre, absolutamente siempre me costaba salir. De esos finales en los que te ahogas y ni siquiera sabes cómo salir a la superficie. Sí, en efecto, esa era la sensación. Pero entonces, sin más, una noche volteas tu rostro y ahí está, alguien caminando a tu lado, con las manos en los bolsillos, en silencio, diciendo nada y todo a la vez. Porque no hace falta nada más, está ahí, sin hacer preguntas, sin dejar reproches, simplemente caminando y vigilando que estés a gusto. Entonces entiendes que aunque la noche haya sido común y normal será mil veces más diferente que todas las demás, será una noche en la que recordarás a ese alguien a tu lado sin pedir nada a cambio.

jueves, 26 de enero de 2017

Legítima defensa.




El mayor crimen de la historia estaba a punto de ocurrir en esa habitación. Pero el verdadero delito se cometió el día que nos conocimos.

Mi cuerpo se mantenía firme contra la pared, pero mi mente no. Mis ojos se clavaban en la mesa donde reposaba una pistola 9 mm. Tenía que tener sangre fría para disparar, más aún para apuntar a un blanco humano.

Y entonces, en los minutos siguientes…

Ella entró en la habitación.

Cegada por la esperanza, creí que retrocedería. Pero no. Ella nunca pierde.

No aparté la mirada, ni ella tampoco. El silencio era pesado, hasta que ella se sentó con un gesto de aparente paz. Me miraba, y sin tocarme, lograba arrancarme el corazón con solo la mirada.

Fría y a la vez frágil.

Capaz de desnudar el alma en tres frases.

Y en ese instante, ya eras suya.

La mejor pieza en este juego de ajedrez.

Las dos frente a frente, con la 9 mm en medio. Pero solo a mí me importaba esa arma. A mí no me temblaría la mano para disparar y destruir el corazón de una asesina, una mentirosa de película que me había robado todo, que me había hecho sangrar y me había dejado tirada sin importarle cuánto podía soportar el dolor.

Y ahora, era mía. A solo una bala de enseñarle lo que es el verdadero dolor de una perforación.

Nos mirábamos fijamente, sin sentir nada ya. Sus ojos no transmitían el cariño que una vez anhelé encontrar. Solo pensaba en dispararle en la sien y acabar con todo. Luego, diría a la policía que fue en defensa propia, como última opción.

Mis manos se acercaron a la pistola. Conté las balas, cerré el cargador. Puse mi dedo en el gatillo, apunté a su frente, casi tocándola. Ella me miraba sin moverse, sin mostrar miedo. O quizá lo ocultaba. Yo, en cambio, sentía el pulso temblar y el sudor correr mientras estaba a punto de apretar y poner fin a su vida.

Una voz interior me decía que no era correcto, que era una vida humana. Pero otra, llena de rabia y odio, me ordenaba disparar y no mirar atrás. Y recordarme que yo no era la asesina.

Empecé la cuenta atrás... 3... 2... 1...

Nunca llegó a cero.

Disparé. Solo se oyó el clic.

No había balas. Ya me había encargado de eso.

Solté el arma sobre la mesa y crucé los brazos.

En menos de un minuto, ella se levantó, se colocó detrás de mí, cerca de mi oído, y susurró con su risa tan familiar: "Has vuelto a fallar".

Y sonreí.