El mayor crimen de la historia estaba a punto de ocurrir en esa habitación. Pero el verdadero delito se cometió el día que nos conocimos.
Mi cuerpo se mantenía firme contra la pared, pero mi mente no. Mis ojos se clavaban en la mesa donde reposaba una pistola 9 mm. Tenía que tener sangre fría para disparar, más aún para apuntar a un blanco humano.
Y entonces, en los minutos siguientes…
Ella entró en la habitación.
Cegada por la esperanza, creí que retrocedería. Pero no. Ella nunca pierde.
No aparté la mirada, ni ella tampoco. El silencio era pesado, hasta que ella se sentó con un gesto de aparente paz. Me miraba, y sin tocarme, lograba arrancarme el corazón con solo la mirada.
Fría y a la vez frágil.
Capaz de desnudar el alma en tres frases.
Y en ese instante, ya eras suya.
La mejor pieza en este juego de ajedrez.
Las dos frente a frente, con la 9 mm en medio. Pero solo a mí me importaba esa arma. A mí no me temblaría la mano para disparar y destruir el corazón de una asesina, una mentirosa de película que me había robado todo, que me había hecho sangrar y me había dejado tirada sin importarle cuánto podía soportar el dolor.
Y ahora, era mía. A solo una bala de enseñarle lo que es el verdadero dolor de una perforación.
Nos mirábamos fijamente, sin sentir nada ya. Sus ojos no transmitían el cariño que una vez anhelé encontrar. Solo pensaba en dispararle en la sien y acabar con todo. Luego, diría a la policía que fue en defensa propia, como última opción.
Mis manos se acercaron a la pistola. Conté las balas, cerré el cargador. Puse mi dedo en el gatillo, apunté a su frente, casi tocándola. Ella me miraba sin moverse, sin mostrar miedo. O quizá lo ocultaba. Yo, en cambio, sentía el pulso temblar y el sudor correr mientras estaba a punto de apretar y poner fin a su vida.
Una voz interior me decía que no era correcto, que era una vida humana. Pero otra, llena de rabia y odio, me ordenaba disparar y no mirar atrás. Y recordarme que yo no era la asesina.
Empecé la cuenta atrás... 3... 2... 1...
Nunca llegó a cero.
Disparé. Solo se oyó el clic.
No había balas. Ya me había encargado de eso.
Solté el arma sobre la mesa y crucé los brazos.
En menos de un minuto, ella se levantó, se colocó detrás de mí, cerca de mi oído, y susurró con su risa tan familiar: "Has vuelto a fallar".
Y sonreí.
Sencillamente genial.
ResponderEliminarMe declaro fan. Me encanta.