Cierro los ojos y llegan sus preguntas,
quiere verme entregada,
que reconozca un hilo de sinceridad
entre tanto silencio acumulado.
Deja que me siente,
que me acomode en la cama,
que tome un respiro
antes de enfrentarme a mí misma.
Tiemblo.
— ¿Qué sientes?
— No siento nada.
— Deja de mentirme.
— No lo hago.
— Dime, ¿qué sientes cuando escuchas su voz?
— Recordaría su risa, me parecía infantil, sincera y bonita.
Lo que nunca le dije es que sus espasmos me hacían olvidar todo,
cuando reía de esa manera tan natural, tan suya. Me volvía loca.
— Te sigue volviendo loca, admítelo. Piensa en sus labios, en su forma.
— No llegué a probarlos, porque no me dejó oportunidad.
Aunque sé que siempre le habría pedido más.
— Voy a profundizar un poco más con las preguntas.
— No quiero responder.
— ¿La quieres?
— No, he dejado de quererla.
— ¿La quieres?
— No, repito.
— ¿Y entonces por qué veo en tus ojos que me mientes?
— Porque es mejor así, porque no quiero responder tus estúpidas preguntas.
Porque si te digo que la quiero, estaré volviendo atrás.
Y ella tiene que irse.
— ¿Esta vez te vas a rendir? ¿Tú que me enseñaste a luchar por lo que quiero?
— Sí, me rindo porque ya no tengo un arma más fuerte.
Porque no tengo más respuestas.
Porque se fue y no va a volver.
Porque a veces uno tiene que morir para que otro siga viviendo.
He aceptado que esta vez no puedo ganar.
“Y te mueres,
te estás muriendo…
estás dejando de latir tan fuerte,
y no es eso lo que de verdad quieres.”
Es lo último que escucho
antes de levantarme
y salir de la habitación,
huyendo de esa tortura.