Me enredo en tus curvas
de mujer,
de diosa.
En ese contorno sagrado
que admiro desde tu cama,
como quien contempla un secreto sin nombre.
Te veo ahí,
desnudándote,
sin prisa,
solo para mi deleite.
Mostrándome tus cicatrices,
esas que escondes bajo la piel,
bajo el encaje caro
que no logra protegerte del todo.
Ahí están tus miedos,
los que no muestras al mundo,
pero que a mí
me dejas ver,
me dejas tocar,
sentir...
con mis manos,
con mi boca,
deslizándome por cada rincón silenciado de tu cuerpo.
Abrazo tu piel en la oscuridad,
como si entre tus bragas
pudiera encontrar el camino de regreso a mí.
Lo peor —o tal vez lo mejor—
es que encuentro más.
Y me pierdo.
Me hundo en ti,
en tu aliento,
en ese ritmo descompasado
que rompe todo orden.
Olvido otros nombres,
otras pieles.
Otras mentiras.
Solo por quedarme una noche más contigo,
viendo el fuego y el humo
subir por las paredes.
Déjame cargar con la culpa.
Déjame arder
en este deseo que todo lo arrasa.
Estoy perdiendo la cabeza
en este juego tuyo,
y lo único que sé
es que ya no me importa ganarte.
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