Estábamos ahí, sobre esa cama,
en esa habitación que siempre preparas a tu manera.
Te sientas encima de mí,
tus brazos envuelven mi cuello,
tus piernas abrazan mi cintura, como un koala
que nunca quisiste soltar de la selva,
para que siguiera jugando a su juego favorito.
Me miras y surge esa risa tímida.
Te miro y haces que cada mariposa en mi estómago
vuele desbocada.
Otra vez esa mezcla de vergüenza
y esas ganas profundas de besarnos.
Regresan tus ansias de tocarme,
de tirar de mi cabello hacia tu boca,
de explorar cada rincón que crees necesitar.
Tus labios vuelven a ser mi credo.
Tus ojos se encuentran con los míos,
y da miedo.
Me aterra todo lo que me haces sentir,
porque no puedo soportar otro cambio de marcha
sin cinturón de seguridad.
Pero esa boca rota me acelera a doscientos por hora,
y es la que curaría mis fracasos y dudas toda la vida.
Separo tus manos,
de mí,
de mi cuerpo.
Tengo que irme, no puedo quedarme.
No me grites lo que guardas en silencio.
No me llores en ese último abrazo.
Déjame vestirme,
darte un último beso,
escribirte una nota
antes de cerrar la puerta.
Joder,
sí que nos vamos a extrañar.
He vuelto a mis recuerdos porque
quería imaginarlo una vez más,
necesitaba recordarnos.
Necesitaba recordar
esas ganas de besarte,
de hacerte el amor,
el café...
Encontrarás a alguien,
quizás más guapa,
más alta,
más cerca,
con más ganas,
o incluso que
te entienda mejor.
Pero nadie te dará
un corazón con ventanas abiertas
y esas ganas de arrasarte,
sabiendo que puede perderse
en un laberinto.
Tendrá que desgarrar cada historia,
cada recuerdo, cada mala racha
que no sueles contar,
y deberá saber que a veces
necesitas exilio para volver a casa.
Te giras,
me das la espalda para vestirte,
antes de fumar ese cigarro
que nos consumirá,
de tanto habernos querido.
Y qué triste,
terminar una historia de dos
que no saben irse ni despedirse.
Dejo mi recuerdo frente a tus fotos y...
cómo duele(s).