Tu cuerpo, a merced de mis manos sobre tu culo, tus dedos apretándose contra esa boca llena de rabia y deseo; muérdelos con intensidad y deja que tus uñas repten por mi pecho.
No puedo borrar esa imagen de ti de mi mente. No olvido tu rostro ni esos gestos tuyos disfrutando de cómo domas fieras como tú.
Y cuando suena, mírate sudar. Siente cómo entro en ti. Más. Más. Más.
¿Cómo cansarme de algo que me tiene tensa en todos mis puntos cardinales? En cada postura en la que me necesitas y yo necesito sentirte conmigo. Pensarlo ya me enciende. Esa es tu magia: tus cadenas, mi piel, los amarres a tu cama que no me dejan escapar.
Me embriago con tu sexo y quiero desbordarme hasta el límite, hasta llenar de gemidos tu boca.
El tic tac del reloj es el latido de mi espera…
Tengo mono de ti a todas horas, deseo recorrer tus labios hasta la última gota, bajar por tu cuello, besar tu pecho, morder tus pezones, zarandear tu cintura y perderme en tu monte de Venus.
Paro.
Te dejo ahí.
Te dejo sentir lo que yo siento: ofuscación.
La falta de lo que deseo.
Cuando no estás.
Cuando me faltas.
Puta dosis de morfina.
Recuerdo tus bragas al borde de la cama y vuelves a desatar esos nudos que llevo debajo del ombligo.
Me merezco un polvo de reconciliación —de esos que llegan después de discutir por tonterías—, dejar que te devore la boca a besos hasta que me regreses las horas perdidas y olvide por qué he llegado hasta aquí.
Y todo esto solo para decirte que...
Paraíso
se escribe entre tus piernas.
Ven.