Nacimos en medio de una tormenta
de circunstancias inesperadas.
Tú me desnudaste con solo mirarme,
y a mí me bastaron dos palabras
para ahogarte conmigo en este juego suicida.
No quiero saber quién toca tu cuerpo,
quién saborea esos labios
llenos de mi nombre.
Lo sé, sin duda.
Sé quién es tu nueva víctima,
pero no quiero mirar.
Me estrangulas con todas tus fuerzas,
y no entiendo por qué
vuelves a atravesar mi pecho,
lleno de cicatrices mal cosidas.
Te subes sobre mí,
y siento cómo te engrandeces
al saber que me tienes,
al saber que te deseo,
al sentirme completa contigo.
Echas la cabeza hacia atrás,
apoyando tus brazos sobre los míos,
inmóviles, doloridos, amoratados
por la presión de tus dedos.
Me sumerjo en el fondo del infierno.
Recibo golpes cuando me agarras el costado
y apuñalas,
apuñalas mis recuerdos
para volver a atarme
al hilo de tu cintura.
Pasas la lengua por el borde de mis labios,
pidiéndome más,
que hiera tu saliva aún más adentro.
Agarras mi rostro,
me obligas a mirarte a los ojos,
a no renunciar a ti.
Abro los ojos,
alzo la mano
y te aprieto fuerte el cuello,
casi acariciándolo.
Otra vez esa risa nerviosa.
Aprieto.
Caigo con mi pulgar sobre tu lengua
y vuelvo a besarte una vez más,
desafiándome,
dándome la voluntad
de no resistirme a caer
antes de verte morir.
Has expirado de mi piel
con tu último aliento sobre mi boca.
Quererte ya no se parece a una guerra.
Tus monstruos ya no habitan en mi cabeza,
ni carcomen mi corazón.
Aquí yaces, con todas mis caras
y mis cruces.
El resto es cosa mía.