Han pasado 2.953 días
desde aquel julio que no termina.
Cada amanecer la encuentra
con el mismo recuerdo encendido.
Las palabras no la dejan.
Arden en la lengua,
y ningún silencio consigue apagarlas.
Necesitan salir,
aunque nadie sepa qué hacer con ellas.
Pensaba demasiado.
Era ingenuo creer
que en su vida
quedara un espacio
para lo que nunca supo dar.
Hubo errores.
Hubo torpeza.
Hubo la ceguera de quien ama
y, sin querer, destruye.
No faltó el afecto,
faltó saber recibirlo.
El miedo la asfixiaba.
Lo bueno parecía un engaño.
Nunca creyó que merecía amor,
y por eso lo verdadero
terminaba manchado de duda.
Hoy, frente al espejo,
intenta repetirse que vale más.
A veces lo cree,
otras se derrumba.
Su única batalla es con ella misma.
Y un día,
sin aviso,
la vida las cruzó otra vez.
No sabe si fue prueba,
castigo o final.
Solo que, al verla,
todo lo dormido volvió a encenderse.
La razón pedía distancia.
Quedaban cicatrices abiertas.
Pero la ausencia dolía más:
faltaba esa voz,
faltaba esa parte de sí
que solo existía con el recuerdo.
Quizás volvió para probar
que aún había vida.
Que no todo estaba muerto.
Que todavía quedaba en pie
la sombra de una historia no escrita,
de una vida que nunca llegó a ser.
Si el tiempo o el azar
las vuelven a encontrar,
quizás puedan mirarse sin miedo
y abrir lo que cerraron demasiado pronto.
Hasta entonces,
la despedida no es de la memoria,
sino de la esperanza.
Porque lo que se ama nunca muere:
cambia de forma,
se queda en la herida,
respira en silencio.
Y si existiera elección
entre olvidar o seguir sintiendo,
ella elegiría siempre
seguir ardiendo.
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