Hay días en los que siento que el dolor me conoce mejor que yo misma.
No me asusta como antes,
pero sigue ahí,
esperándome en cada silencio,
en cada canción,
en cada pensamiento que intento esquivar.
Aprendí que no se va.
No del todo.
Simplemente se vuelve más callado.
Más tuyo.
Como una sombra que camina contigo,
incluso cuando el sol está alto.
A veces me pregunto si la vida se trata de aprender a convivir con las ausencias.
De aceptar que algunas personas se quedan para siempre,
incluso cuando ya no están.
Ella está ahí,
aunque haga años que nuestros caminos se separaron.
Y no sé si algún día dejaré de pensar en cómo habría sido todo si las cosas hubieran sido diferentes.
Pero ya no me culpo por sentirlo.
He dejado de intentar olvidarla.
No quiero borrar lo que me hizo sentir.
Ese amor,
aunque me duela,
me enseñó a mirar distinto.
A entender lo que significa querer a alguien más que a ti mismo… y aun así tener que dejarla ir.
Hay noches en que no puedo dormir.
El pecho se me cierra y la mente repite su voz,
su risa,
su nombre.
Y me dan ganas de escribirle,
de decirle que todavía la pienso,
que todavía me duele.
Pero no lo hago.
Porque ya aprendí que algunas cosas no se arreglan hablando,
ni con el tiempo,
ni con nada.
Simplemente se aceptan.
No siempre lo consigo.
Hay días que no puedo fingir que estoy bien.
Días en que me hundo, y está bien.
Ya no quiero ser invencible.
Quiero ser real.
Y la verdad es que a veces duele, a veces no sé cómo seguir.
Pero lo hago igual.
Camino con el dolor al lado,
no detrás.
Lo miro,
lo reconozco,
y sigo adelante.
Porque seguir no significa que ya no duela.
Significa que,
a pesar de todo,
eliges vivir.
Aunque el corazón esté cansado,
aunque la esperanza se apague por momentos.
Sigo.
Porque no sé rendirme.
Porque incluso en medio del vacío,
hay algo en mí que todavía quiere luz.
Y eso, creo, también es amor.